Caminando por mi calle, un día cualquiera, eso sí, en plena Navidad. Nunca miro hacia arriba, me molesta mucho el sol, y además mi acera está llena de cacas de perro. Pero debió darme una especie de llamada divina, y al cielo miré. Allí estaba; era un gigantesco muñeco de nieve, ocupando dos tercios del pequeño balcón.
Me pregunto dónde lo guardan el resto del año, pero me gusta ver que sigue vivo el mal llamado espíritu navideño. Todo es más grande, todo tiene más luz, todo es ¿felicidad? durante estos días. La noche pasa a ser “mágica” y los niños tienen ojillos de “quiero esto y lo otro y lo de más allá” sabiendo que los reyes nunca fallan. Hay colas interminables (este año menos) pero la gente sonríe. La gente sonríe y come, come y compra, compra y regala. Es una sucesión de verbos prohibidos en otras épocas del año.
Para los que, como yo, creemos en la navidad como algo más que consumismo y cenas de empresa, esta época te hace ir por la calle con un punto de chulería. Incluso te arriesgas a meter en el ipod alguna canción con un toque “christmas“. Te puedes poner cabezas de reno o gorros de papa noel en la cabeza sin parecer tonto, puedes aprovechar para hablar con viejos amigos/ligues poniendo la excusa barata de “Nada, solo quería felicitarte el año” (¡mentira!), y la gente es, o aparenta ser, mas buena. Y esto no es poca cosa, bien merece que nos traguemos los anuncios de Freixenet, las colas en “Manolita” y las galas de José Luis Moreno. Ay! Si la gente fuese buena todo el año…
La pena es que todo lo bueno termina, y a mediados de enero, la barriguita de los excesos ya no te hace sonreír tanto, la visa la tienes en números rojos, ya no quieres ni puedes comprar (regalar ni lo nombro) y las luces en la calle ya no están, más que en los semáforos. Las cosas recuperan su tamaño natural, o en todo caso, se achican.
Los pobres siguen siendo pobres, y los ricos, un poco menos. Y todos los buenos propósitos están en alguna despensa, junto a los restos de turrón, esperando a ser rescatados las próximas navidades.
Me pregunto dónde lo guardan el resto del año, pero me gusta ver que sigue vivo el mal llamado espíritu navideño. Todo es más grande, todo tiene más luz, todo es ¿felicidad? durante estos días. La noche pasa a ser “mágica” y los niños tienen ojillos de “quiero esto y lo otro y lo de más allá” sabiendo que los reyes nunca fallan. Hay colas interminables (este año menos) pero la gente sonríe. La gente sonríe y come, come y compra, compra y regala. Es una sucesión de verbos prohibidos en otras épocas del año.
Para los que, como yo, creemos en la navidad como algo más que consumismo y cenas de empresa, esta época te hace ir por la calle con un punto de chulería. Incluso te arriesgas a meter en el ipod alguna canción con un toque “christmas“. Te puedes poner cabezas de reno o gorros de papa noel en la cabeza sin parecer tonto, puedes aprovechar para hablar con viejos amigos/ligues poniendo la excusa barata de “Nada, solo quería felicitarte el año” (¡mentira!), y la gente es, o aparenta ser, mas buena. Y esto no es poca cosa, bien merece que nos traguemos los anuncios de Freixenet, las colas en “Manolita” y las galas de José Luis Moreno. Ay! Si la gente fuese buena todo el año…
La pena es que todo lo bueno termina, y a mediados de enero, la barriguita de los excesos ya no te hace sonreír tanto, la visa la tienes en números rojos, ya no quieres ni puedes comprar (regalar ni lo nombro) y las luces en la calle ya no están, más que en los semáforos. Las cosas recuperan su tamaño natural, o en todo caso, se achican.
Los pobres siguen siendo pobres, y los ricos, un poco menos. Y todos los buenos propósitos están en alguna despensa, junto a los restos de turrón, esperando a ser rescatados las próximas navidades.
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