lunes, 15 de diciembre de 2008

Querida Lorraine

La primera vez que la vi en aquél bar era imposible que estuviera seguro, pero el pecado de la impaciencia me susurraba al oído: “Es justo lo que andas buscando”. Así que me acerqué a ella y me presenté:

“Tu aún no lo sabes, pero eres la mujer de mi vida. A propósito: Hola, ¿qué tal? ¿Cómo te llamas?”
“Hola...”

Silencio Tenso

“Me llamo Lorraine. Pero se supone que eres tu el que está intentando ligar conmigo, así que creo que te corresponde a ti empezar presentándote... Lorraine De Mulder, para ser exactos. Ese es mi nombre”
“Oh...bien...yo soy Frank...de Nueva York. Ese es mi nombre, para ser exactos”
“Tendrás que mejorar el nivel de los chistes si pretendes que me interese en ti...”
“No sé hacer chistes y creo que te equivocas, no pretendo que te intereses en mi”
“¿Ah no?”
“No. Pretendo que te enamores de mí”

Y así fue como comenzó todo. Ella es tan fácil de querer. Es tan dulce. Yo no, yo sólo soy un necio enamorado de mi Querida Lorraine.

Durante toda mi vida me he sentido un vagabundo. Un deambulante profesional de esos que creen que todo camino es bueno si no sabes a dónde vas. Al menos eso es lo que yo decía a la gente. Realmente vivía al lado de casa de mis padres.
En cualquier caso tras un breve noviazgo, alegre y feliz, Lorraine y yo nos casamos en una pequeña capilla de las afueras de la ciudad, y antes de que nos diéramos cuenta estábamos metidos de lleno en un matrimonio convencional.

Todo era comprar y vender, y vender y comprar...así funcionaba todo el asunto. Y no sólo hablando en términos económicos. Todo nuestro matrimonio era una especie de negociación entre mi rigidez, mi intervencionismo y su laissez-faire, entre mi convencionalismo y su culo inquieto...pero era inevitable. Me sentía tan bien con mi Querida Lorraine. Si no fuera por ella hace tiempo que me habría ido de aquí. Podría haber sido un buen músico. Adoro el piano.

Para ella era distinto. Pero eso sólo lo descubrí algún tiempo después cuando, sin venir a cuento, un día, me soltó, entre otras lindezas: “Frank...ya está bien. He tenido más que suficiente” “Esta relación es desgarradora” “Me he cansado de ser la Querida Lorraine”
Al principio no terminaba de creer lo que me decía:“¿Qué? ¿Qué ya no me quieres? ¿Qué vas a coger la puerta para irte? Déjame que te diga que tu no eres la mujer con la que me casé. Dices que estás deprimida pero no es verdad, sólo quieres quedarte en la cama durmiendo. Querida Lorraine, no te necesito. Puedes irte. No te necesito.”




Esa conversación llegó a convertirse en una constante de nuestro matrimonio. La debimos mantener más de sesenta veces. La discusión estallaba. Ella se iba. Y yo lloraba. La reconciliación siempre empezaba igual: Yo gimoteando al teléfono: “Querida Lorraine...te echo tanto de menos...”

A los diez años de estar casados tuvimos una niña a la que llamamos Sophie. Supongo que mas que el fruto de un amor inquebrantable aquella niña era, precisamente, lo que hacía que la relación de sus padres no se resquebrajara. ¿No es paradójico? En todo caso toda mi vida me mantuve muy unido a mi pequeña. Me gustaba vigilar que la luz de su cuarto estuviera siempre encendida para asegurarme de que no tenía miedo. Cuando las cosas se ponían feas con Lorraine el simple hecho de contemplarla y de comprobar que mientras uno y uno sumaran dos, no habría un padre que amara a su hija más de lo que yo lo hacía, me transmitía una enorme paz que me hacía volver a donde estaba Lorraine con ganas de intentarlo una vez más.

No podré olvidar aquella mañana de Navidad. Tras veinte o treinta años de discusiones y reconciliaciones sentí, por primera vez, que todo era perfecto con mi Querida Lorraine. Me levanté gracias al olor de una pila de tortitas que ella había preparado. Su sonrisa ,cuando me vio salir por la puerta del cuarto, fue como un jersey de lana gorda en una fría tarde de otoño. Y con esa sensación viví aquél día en el que juntos vimos “¡Qué bello es vivir!” en la televisión. Parecía que comenzaba una época dorada.

Pero pronto murió esa ilusión, como dijo aquél. Un día las manos de Lorraine amanecieron siendo troncos de árboles; inmóviles, duras, secas... Fuimos al doctor, y aunque aquél pazguato no paró de sonreír durante toda la visita, las noticias que nos dio no fueron precisamente buenas. Un cáncer devoraba nuestro amor.

“Querida Lorraine. Sé que sufres enormemente con ese dolor que no puedes obviar, pero no me dejes todavía. No lo hagas. Tu respiración es como un eco de nuestro amor. ¿Qué te parece si bajo a la tienda y compro algo dulce? ¿Quieres otra manta para los pies?”

Así pasaron las últimas semanas. Los últimos días. Las últimas horas. Los últimos minutos. El último segundo. Así acabó todo. La lluvia de Abril limpió los árboles, las aceras, las farolas... y la luna del prado se llevó a la Querida Lorraine. Inevitablemente, no tardé en irme con ella y allí la encontré. En medio de un bar. Si no era el de la primera vez, se le parecía mucho:

“Tu aún no lo sabes, pero eres la mujer de mi vida. A propósito: Hola, ¿qué tal? ¿Cómo te llamas?”

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